
28/04/2025
Una noche de 1967, en un bar cualquiera de San Francisco,
una joven con gafas redondas, rizos salvajes y pasos silenciosos subió al escenario.
Nadie la reconoció… hasta que empezó a cantar. Y entonces, la sala enmudeció. Su voz no era una melodía. Era un grito áspero, brutal, desnudo.
Janis Joplin no interpretaba canciones. Las sangraba. Nacida en Port Arthur, Texas, creció sintiéndose fuera de lugar. Mientras las chicas de su edad soñaban con baladas pop,
ella escuchaba a Bessie Smith, Lead Belly y Ma Rainey. En la escuela, la insultaban. Se refugiaba en los discos de blues, y una vez escribió en su pared: “Un día, todos lo verán.” Ese día llegó. En Austin descubrió el folk. En San Francisco, el escenario. Y con Big Brother and the Holding Company, la explosión. Cuando interpretó “Ball and Chain” en Monterey, Mama Cass solo pudo decir: “¡Guau!” Había nacido un huracán. Pero tras los collares, las boas y las carcajadas de Southern Comfort, había una mujer rota por dentro. Amaba demasiado.
Se entregaba rápido. Y siempre volvía a casa sola. “En el escenario, hago el amor con 25.000 personas… y luego me voy sola a casa.” Regresó a su pueblo en un Porsche psicodélico para la reunión de exalumnos. Esperaba ser celebrada. Pero las viejas heridas nunca la dejaron del todo. Esa noche, bebió hasta el amanecer. Su voz era su verdad. “Piece of My Heart”, “Cry Baby”, “Me and Bobby McGee”. Cada nota era una confesión, cada grito, una grieta en su alma. Días antes de morir, grabó “Mercedes Benz” a capela y rió al final. Nadie sabía que sería su último canto. Murió sola, a los 27. Sin carta, sin escándalo, solo silencio… y una lista de canciones por terminar. Pero Janis Joplin no terminó. Porque su voz aún corta el tiempo, suplicando, rugiendo, amando, viviendo.