19/09/2025
Nadie se detenía. Ni la señora elegante que apresuraba el paso, ni el joven con auriculares, ni el taxista que miró y siguió de largo. El bebé emitía apenas un suspiro, los ojos vidriosos, los labios amoratados. Carmen temblaba de frío y miedo, apretando a su hijo contra el pecho, mientras sentía que el mundo la ignoraba.
De repente, un BMW negro frenó violentamente frente a la acera. La puerta se abrió y bajó un hombre en traje oscuro, el cabello perfectamente peinado, el rostro duro como una escultura. Alejandro Herrera, el empresario más temido de España, dueño de una fortuna de cuatro mil millones de euros y una reputación de acero. Nadie esperaba compasión de él. Pero en ese instante, el hombre que nunca había amado a nadie vio algo en los ojos de Carmen: un amor tan puro, tan desesperado, que sólo podía ser real.
Carmen, exhausta, se desplomó a sus pies. —Por favor —suplicó con voz rota—, salve a mi bebé. No tengo nada más en el mundo.
Sin decir más, tomó a Carmen y al bebé, los metió en el auto y arrancó a toda velocidad hacia el hospital La Paz. El motor rugía mientras las gotas de lluvia golpeaban el parabrisas. Carmen lloraba en silencio, abrazando a Adrián, mientras Alejandro conducía como si la vida de todos dependiera de ello.
—¿Aguanta, verdad? —preguntó Alejandro, sin apartar la vista del camino.
—No lo sé —sollozó Carmen—. Por favor, que no se muera, por favor…
En el asiento trasero, Adrián apenas respiraba. Alejandro pisó el acelerador, esquivando autos, saltándose semáforos. En menos de siete minutos llegaron a urgencias. Alejandro salió del auto cargando al bebé, gritando por ayuda. —¡Emergencias, aquí! ¡El niño no respira!
Los médicos corrieron hacia ellos, tomaron al bebé y lo pusieron en una incubadora portátil. Carmen intentó seguirlos, pero una enfermera la detuvo. —Espere aquí, por favor.
Alejandro la sostuvo del brazo. —No te preocupes, lo van a salvar.
Carmen lo miró, empapada, los ojos hinchados. —¿Por qué está haciendo esto? —preguntó, casi sin voz.
Alejandro dudó un momento. Vio en ella algo que le recordaba a sí mismo de niño, solo, abandonado en un orfanato, soñando con que alguien viniera a salvarlo. —Porque todo niño merece vivir —dijo simplemente.
En la sala de espera, Alejandro se quitó la chaqueta y la puso sobre los hombros de Carmen. Llamó a su asistente. —Roberto, tráeme ropa seca para una mujer, talla 42, y comida caliente. Ya.
Carmen lo miraba incrédula. —¿Quién es usted?
—Alguien que quiere ayudarte —respondió Alejandro, sin más.
—¿Cómo se llama?
—Alejandro. ¿Y tú?
—Carmen. Y mi hijo se llama Adrián. Tiene tres meses y es todo lo que tengo en el mundo.
Alejandro sintió algo inesperado: una necesidad instintiva de protegerlos. Este hombre, que había construido un imperio sobre números y contratos, nunca había sentido algo así. —Adrián va a estar bien —le dijo—. Te lo prometo.
Los médicos salieron corriendo. —El bebé tiene insuficiencia respiratoria grave. Necesita operación urgente. El costo es altísimo —dijo el jefe de servicio.
Alejandro lo interrumpió: —Doctor, cualquier cosa que necesite, cualquier cantidad, la pagaré yo.
—Pero señor, estamos hablando de al menos 200,000 euros…
—He dicho cualquier cantidad —repitió Alejandro.
Carmen lo miró, temblando. —¿Por qué? —alcanzó a susurrar.
Alejandro la miró a los ojos y, por primera vez en su vida, se permitió sentir. —Porque yo también fui un niño que necesitó ayuda y nadie llegó.
Mientras los médicos llevaban a Adrián al quirófano, Carmen y Alejandro se quedaron en la sala de espera. Ella lloraba en silencio. Él, por primera vez en años, sentía miedo. —Cuéntame tu historia, Carmen —le pidió.
Ella respiró hondo. —Tengo 22 años. Me embaracé en la universidad. El papá de Adrián huyó cuando se enteró. Mis padres me echaron de casa por la vergüenza. Di a luz sola. Trabajo de camarera de noche y estudio pedagogía de día. Esta semana el bebé empezó a tener problemas respiratorios. Gasté todo en médicos privados. Hoy fui a pedir ayuda a mis padres. Me cerraron la puerta en la cara. Volvía a casa cuando Adrián dejó de respirar bien. Me arrodillé en la calle y recé para que alguien nos ayudara.
Alejandro la escuchó en silencio, sintiendo una rabia que nunca había sentido.
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