15/01/2025
Las manos de quienes trabajamos en una cocina son nuestras herramientas más valiosas, pero también son las que enfrentan los mayores riesgos cada día. Cada corte, quemadura o lesión deja una marca, no solo en la piel, sino en nuestra memoria. Es un recordatorio constante del peligro que implica nuestro oficio. El filo de un cuchillo, el calor abrasador de una sartén o el v***r de una olla a presión pueden convertirse en enemigos silenciosos en medio del caos de una cocina.
Estamos acostumbrados a movernos rápido, a trabajar bajo presión, con tiempos ajustados y la responsabilidad de entregar un plato perfecto. En este entorno, no hay margen para el error. Un segundo de distracción puede significar una herida profunda, una quemadura o algo peor. Sin embargo, seguimos adelante. Cubrimos la herida, apretamos los dientes y volvemos al servicio porque sabemos que, en una cocina, el tiempo no se detiene.
Pero nuestras manos no solo cuentan historias de peligro. También son un reflejo de nuestra pasión y dedicación. Cada callo, cada cicatriz, es un testimonio del esfuerzo que ponemos en cada plato, de las largas horas de trabajo y de nuestra conexión con los ingredientes. Con ellas amasamos, cortamos, emplatamos y damos vida a nuestras ideas.
Las manos del cocinero son manos de trabajo, pero también de arte. Son manos que, a pesar del peligro, crean, innovan y transforman. Porque en el fondo, sabemos que nuestro amor por la cocina es más grande que cualquier miedo al riesgo. Y aunque nuestras manos lleven las marcas del oficio, también llevan la satisfacción de alimentar, de compartir y de transformar simples ingredientes en momentos inolvidables.