
27/06/2025
Si tuviéramos que elegir protagonistas en verano, esas serían, sin duda, las uñas. Durante los meses estivales se visten de fiesta, trasnochan, salen de terrazas, de copas… y de los zapatos. Es, definitivamente, su momento.
Pero no siempre fue así. Mucho antes de que las estanterías se llenaran de esmaltes con nombres extravagantes y brillos imposibles, pintarse las uñas era un acto casi sagrado, un ritual reservado a unos pocos.
En el Antiguo Egipto, reyes y reinas las teñían de rojo y púrpura para mostrar su vínculo con lo divino. Nos imaginamos a Cleopatra seduciendo a Marco Antonio con unas uñas granate, o a Ramsés II, con una manicura magenta, aprobando la obra final de Abu Simbel.
En la China imperial, los nobles lucían larguísimas uñas-joya, cubiertas con lacas hechas de pétalos, goma y cera, en colores reservados a la aristocracia como el oro, la plata o el rojo intenso. En la India, la henna narraba historias sobre uñas y manos, como parte de rituales donde lo estético y lo espiritual se unían.
Con los siglos y la llegada de la cosmética moderna, esta tradición milenaria dio un giro. En 1932, los hermanos Charles y Joseph Revson y el químico Charles Lachman transformaron la pintura de coches en barniz de uñas, creando Revlon e iniciando la era dorada del esmalte femenino.
Hoy, pintarse las uñas no pertenece a un género, clase ni norma. Lo que fue símbolo de poder o feminidad, hoy es pura expresión. Sin embargo, hay algo ancestral en ese gesto de aplicar color sobre las uñas. Quizá porque, al hacerlo, evocamos un eco antiguo que late bajo el esmalte.
Eso celebramos en cada evento Monbull: un homenaje contemporáneo al ritual milenario de la belleza y el encuentro en un espacio único.